Al Océano llega, inconstante, la vida que se escapa de mi ser;
cual densa neblina invernal,
llega solitaria con paso voraz.
No temo a la inocencia del pasado,
sus encantos no penetran mis paredes.
Llevo vivas las escoriaciones
que recuerdan la ruta que tomaste por mi piel,
quisiera verte sumergido una vez más en las fauces de mi cuerpo,
consumiendo todo cuanto tus labios permitan.
Te conocí en un ambiente despistado,
en una sorda madrugada de verano,
allá por donde los jóvenes tiemblan sus valores y agrietan algo más la sociedad.
Te vi alejado de este universo, esperando que la vida se te estrelle en los ojos y yo, tan tonto, siempre tonto,
quise tomar tu mano y huir del eterno hastío en que me hallaba.
No pude encontrar en mi camino los viajes que nos juramos cada despertar;
con encontrar los bordes de tu cuerpo marcados en mi cama me bastaba para ser feliz.
Saberte ahora fuera de los confines de mi vista me destruye y me mezclo con las partículas del viento,
entregándome al curso variable del hemisferio en que te vi,
a fin de alcanzarte en un instante prófugo de este cruel abismo.
Las cuerdas vibran en mi oído,
agotadas, no soportan más un segundo de catarsis;
quiero esperar en esta eterna mesedora
que tu retorno retumbe sobre este reino acéfalo
y vuelvas a poblar todos mis campos,
como siempre debió ser, desde antes de existir, desde ante de sentir.
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